Bitácora de Sergio Casado

domingo, 11 de diciembre de 2011

Llega el invierno y se va uno aprovisionando de guantes, bufandas y gorros. Cae uno en la pinza de chocolate ocasional, en el turrón artesano de nueces, en un buen trozo de queso para recuperar energías a cualquier hora. Vaya hambre. El frío intenso siempre me recuerda pasajes de Jack London, de viajeros enterrados en la nieve, de perros hambrientos que tiran y tiran de trineos en lugares desolados. A veces surge la pequeña hoguera, la bebida caliente, la dureza de los hombres curtidos en esos viajes. Anoche, en vez de hacer caso de la matraca del fútbol, volví a echar mano de un pequeño libro de London, buscando uno de sus fragmentos llenos de verdad, donde late la mejor literatura, donde uno encuentra provisión para el viaje en la Alaska de lo cotidiano.

... … Pero nada es más prodigioso, nada más pasmoso, que la demostración inerte del gran silencio blanco. Todo está inmóvil, el cielo se despeja y adquiere tonos cobrizos; el menor murmullo es experimentado como una profanación. El hombre, entonces, se vuelve temeroso y se espanta de su propia voz. Adquiere conciencia de ser el único destello de vida en medio de esta muerta inmensidad; su audacia lo confunde; advierte que no es más que una lombriz y que su existencia no tiene precio. Extraños pensamientos atraviesan el desierto de su espíritu; se siente anonadado por el misterio.”
(de “El silencio blanco”, Jack London)

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