Se
está yendo y se irá del todo el verano. Otro más. La memoria
que se va, el tiempo, esta tarde, los veranos olvidados. Las tardes
largas. Este verano se quiere ir pero aún dura mientras escribo
esto. Fugaz. Un instante. Se va. Se irá. Se está yendo.
¿Qué recuperaré de él? ¿Quedará algo? Unas líneas de
lectura en un libro que cojo por un rato, pero que volverá a su
estantería, para quedar cerrado, ¿por cuánto tiempo? El
constante tiempo perdido. Mientras, ocupo mi mente en un constante
vagabundeo para intentar escapar de los fantasmas.
“En
Santander no hallé el chalé de las vacaciones de antaño. La
ladera de la colina que sube desde las playas del Sardinero hasta el
hotel Real estaba parcelada. Allí donde en mi época, en la época
de mi infancia, no había más que cuatro o cinco chalés, se alzaban
varias decenas. En medio de todas aquellas novedades, no logré dar
con el emplazamiento del antiguo chalé.
A
lo largo de los años, fracasé una y otra vez en mi búsqueda de la
casa perdida de Santander. Sabía perfectamente en que zona de la
lujosa urbanización tenía que hallarse, pero no acertaba a
descubrir la vía de acceso”.
(de
“Adiós, luz de veranos”, Jorge Semprún)
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