Manuel siempre sube por la escalera. También Toni Alarcón o Roberto Sánchez. A veces otros habituales suben silenciosos o usan el ascensor en lugar de la escalera y me cazan desprevenido, como Fernando Asta o Ramón Perdiguer, que ayer vino a ver “Intruders” y me pilló leyendo “Picnic en Hanging Rock”. Otras veces su voz ya destaca antes de que empiecen a subir, desde la planta calle de Renoir. Echo de menos las visitas de Julián Ruiz, que me regaló un día una biografía de Baroja escrita por Arbó. A veces vienen Amparo Martínez, Agustín Sánchez Vidal o Emilio Gastón. Echo de menos la aparición de Joaquín Aranda o Alberto Sánchez. Son y fueron encuentros siempre breves. Es la condena o la maravilla de la fugacidad, según se mire. En estos días imagino que no es real, que cualquier día veré subir la escalera a Félix Romeo. Inquieto, vuelvo a recordarle y busco papeles por casa. Hojeo por un instante su libro amarillo. Aparece la crítica de un libro de Marsé y otro recorte, un retrato que hizo de Labordeta y su voluntad. Lo curioso es que parece que al hablar de la voluntad de Labordeta, hable también de la suya propia. Hay que mantener la voluntad, como sea.
“A Labordeta le gustaba recordar que su primera aparición como músico había sido en el viejo casino de Belchite: silbando la melodía de “Sólo ante el peligro”. Al terminar la actuación, un paisano se le acercó para decirle que no tenía ningún futuro y que sería mejor que se dedicara a otra cosa. Le gustaba recordarlo porque la historia tiene algo de película del Oeste, de “saloon” y pistoleros, pero también le gustaba porque explicaba cómo su vida se había forjado gracias a la voluntad: la única forma de hacer las cosas es haciéndolas, sin miedo, con riesgo, con alegría, con entusiasmo y dándole a la opinión de los demás la justa importancia.”
(de “Sólo ante el peligro”, Félix Romeo)
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